sábado, 31 de marzo de 2012

Señor Interruptor

Éste es uno de esos momentos en los que sé que he de escribir. Y lo sé porque no siento la noche entrando por mi ventana, me empieza a faltar el aire y contemplo una recién descubierta belleza que tiene un interruptor enfrente de mi. Cuadrado, con las esquinas bordeadas y con un ligero color beige, posiblemente fruto de todos los cigarrillos que sacrificaron su vida para arrebatarme parte de la mía. Es tan perfecto, tan armonioso... y además es un superhéroe: si por un momento quiero ver la luz, sólo tengo que llamarle para que me satisfaga, y si deseo estar en soledad, invisible, él me envuelve en la oscuridad.

Me gustaría ser un interruptor. El interruptor de una pequeña habitación donde la gente acostumbrase a ir a llorar. Sentir con un simple roce la llamada de aquellos que quieren verse iluminados en su soledad o, por el contrario, que lloran en silencio, desapareciendo por unos instantes de éste mundo para que nunca nadie se entere de que están sufriendo. Pero yo lo sabría aunque nunca podría decirlo, y por eso confiarías en mi.

Y es que qué fácil es ganar la confianza con el silencio. Somos recipientes de nuestras propias emociones y de las de los demás, creo que a veces compartimos aquellas que nos han confiado porque las hemos llegado a sentir demasiado, tanto que se convierten en nuestra propia alegría, nuestra propia tristeza. ¿Pero por qué hablo de esto? Ni siquiera tengo demasiado claro si lo pienso. Quizás por eso me falta el aire, porque mi torre se inclina peligrosamente.

No es tan perfecta como usted. Perdóneme, señor interruptor, por verme así día a día. Por no considerar nunca si tu estancia es agradable a mi lado porque no pudiste elegir, porque nadie te preguntó. Perdóneme por hablar de estas tonterías... seguro que no querría que todos pensasen que estoy loco por su culpa, por pensar que en vuestro repetitivo y sencillo movimiento existe algún tipo de sentimiento. Perdóneme, es que me faltaba el aire.

martes, 27 de marzo de 2012

Te odio

Hacía tiempo que me había dedicado a inflar el globo en el que iba a vivir, escueto, sutil diríase, pero flotaba hasta allá donde podía imaginar. Quizás un cazador había salido a practicar tan noble deporte y me confundió con un trofeo, pero recuerdo caer el vacío y esa sensación de frustración y resignación por igual al tener que volver a andar con mis pies por aquella tierra.

Pero no era ningún cazador, eras tú. ¿Qué estabas haciendo? Me llevaste a una cabaña cercana y encendiste un fuego para calentar un caldo. Tan extrañamente agradable me resultó que motivaba aún más mi desconfianza. Me hacías preguntas, pero nada tenían que ver con una superficial curiosidad o cortesía, sino que verdaderamente te importaba lo que pensaba. Y conforme pasaba el tiempo, sentía cómo me absorbías el aliento, y no podía dejar de mirarte.

Pero cansado por la caída y adormilado por tu cariño me quedé dormido, y cuando desperté ya no estabas allí. Te odio. Por negar que perteneces a mi mundo, por evitar que yo pertenezca al tuyo. Por dejarme acompañado del miedo. Por conseguir llevarte aquello que vendo más caro: mi amor. Por desaparecer.

Un día volviste a la cabaña. Encontraste un cordel atado en el pomo de la puerta. Era extraño, aquel cordel se alzaba hacia el cielo y desaparecía en el horizonte, ¿hasta dónde llegaba? Y encontraste una nota que decía "He vuelto a mi mundo, pero tira de éste cordel de vez en cuando hasta que vuelva a ti. Por lo que me debes. Por lo que te debo."

sábado, 24 de marzo de 2012

Un día de tu vida

Por un momento, me gustaría que supieses cómo es un día de mi vida. Ten la fuerza suficiente para levantarte cada mañana (te recomiendo que te hagas ilusiones sobre algo que posiblemente no exista, o no lo conseguirás). Asómate al balcón, observa el panorama. Sí, amigo, tú eres uno de ellos, y después de tanto tiempo aún no logras comprenderlo. No se dan cuenta de que sus vidas no van a ninguna parte por ese callejón en el que al final les espera la droga, la felicidad pasajera y la autodestrucción; pisan cada día el mismo adoquín de la misma acera, y nunca en sus vidas se han preguntado cómo, cuándo o quién lo puso ahí, si lo hizo con esmero o fue un trabajo de tantos que puede que haya olvidado.

Sal a la calle. Déjate envolver por ese aire e intenta pasar desapercibido si quieres vivir sólo y a gusto con tu desesperación. Ve a algún lugar, un bar cualquiera o un supermercado. Escucha cómo etiquetan todo en éste mundo y plantéate si verdaderamente no estás dentro de una de esas cajas de comercio injusto, aunque seguramente lo estarás, a tus espaldas, claro. Asquéate.

Conoce a alguien. Vaya, no es como ellos, ¿eso será bueno? Sí, mientras no sea como tú. Acércate, quizás haya cosas en común, y otras que no, pero te agradarán. Sigue hablando, comienza a desnudarte. Y ahora piensa: "¿Qué estoy haciendo?" Pensabas que esa persona te estaba importando, ¿es lo mejor arrastrarla a tu mundo? No. Quizás no sea tan débil como tú y pueda vivir en armonía con los demás, dale esa oportunidad de no sufrir. Aléjate, pero hazlo lento, que no parezca que te está doliendo. Que esa persona no crea que la estabas queriendo, no se lo creería. Espera a que torne su mirada y esfúmate.

Vuelve a la cama. Siente cómo mermas bajo las mantas y comprende que eres demasiado grande para éste mundo y demasiado pequeño para hacer un mundo nuevo. Grita, pero no hagas ruido. No llores, mejor retuércete y palpa el dolor.

Despierta. ¿Hoy te levantarás? Yo lo hago todos los días. Quizás hoy sea el momento de conocer a alguien y acercarme lo suficiente como para que no me deje escapar y romper la maldición. Quizás.

viernes, 23 de marzo de 2012

Pulgas tras el velo, Tercer acto

Despierto. Sé que es de día, y todo parecería perfecto si en aquel agujero en el que me encuentro las ratas no durmieses a costa del calor que mi cuerpo desprende. Con esos ojos me quedé dormido, y no soñé con ellos pero otra vez los recuerdo cuando se abren los míos. Una soga cae a mi lado, ellos dicen que es otra oportunidad de seguir vivo, pero yo sé que es otra oportunidad para poder ver lo que admiro. Qué emoción y cuánta desazón, si pudiese escribirte algo, nunca sería que me enfrenté a la muerte sólo por mis deseos de volver a verte, aunque nunca llegue a conocerte.

Nadie está contento y para mi no hay tiempo, en el escenario me colocan, posición de poca visión, y ya te siento lejos. No recuerdo en el momento en el que veo al usurero con su dinero, al cura con su sonata... y me acuerdo de mi máscara de porcelana. Si mi ojos hablasen todo habría terminado, ¿cómo puedo haberla olvidado? Ya es tarde para abandonar la función a tiempo, me toca adelantarme y me niego pero siento el empujón tanto de los que desean presumir como de los que desean mi perdición. Alzo la vista y, ante el horror del público al ver mi rostro verdadero, yo intento buscar los dos luceros que necesito para que ésta noche no me sienta maldito. Y con ellos me cruzo no muy lejos de primera fila, me quedo hipnotizado hasta que caigo en que debo dejar de verlos, pues no puedo evitar susurrar que te quiero.

No puedo aguantarlo. Abandono todo lo que me rodea y vuelvo a ese pozo donde ellas me esperan con mi bien más preciado, la causa de mi estupor y enfado. Caigo precipitadamente y me hago daño, pero me arrastro hasta ella como una serpiente en busca de una presa, como las sombras en busca de la razón. Ya la tengo, la calzo en mi rostro y recupero el aliento, todo se calma con el frío tacto de la seguridad, sabiendo que aún podré utilizar la falsedad para que nadie sepa que, bajo esa máscara, hay un alma que sueña.

Me tumbo en el suelo contento, y al poco tiempo me invaden los bostezos. Tengo miedo, y no sé cuánto tiempo más podré quedarme. Por favor, ayudadme.

Basado en la analogía de los relatos de Damián Astarte.

lunes, 12 de marzo de 2012

Cuando suene el despertador

Cuando el Sol pinte el suelo
y entone aquella alegre melodía,
que no deje de brillar tu sonrisa,
que no acabe éste día.
Pero cuando descansemos mirando
desde la ventana al fondo del corredor...
todo terminará cuando suene el despertador.

Si las primeras gotas de lluvia
anuncian nuestra paz mental,
bailaremos la danza prohibida
sin conocer nunca su final.
Pero cuando el viento deje de soplar a nuestro favor...
todo terminará cuando suene el despertador.

Y entonces, me di cuenta
de que el alba aún nos espera,
ojalá el cielo hablara,
ojalá la tierra advirtiera.
Entonces dime, cariño, ¿hasta cuándo durará nuestro amor?
Si sé que me olvidarás cuando suene el despertador.

sábado, 10 de marzo de 2012

El rostro de mis sueños

Dicen de aquel hombre que sueña viajar en un tren vacío. Cualquiera diría que es una casa, un museo o quizás un almacén, pero sólo él puede notar el traqueteo de la vía que no conduce a ninguna parte. Sin saber por qué, disfruta de la tranquilidad de aquel misterioso lugar, abriendo las puertas que aparecen a ambos lados del interminable pasillo, y contemplando lujosos salones en los que los reyes del pasado disfrutaron de una conversación agradable; habitaciones en las que un hombre y una mujer supieron lo que sentían el uno por el otro al son de un violín mal afinado; lugares en los que un niño aprendió que la realidad se basaba en que podría ser astronauta, bombero o piloto si se lo proponía. Lo llamaban loco. Pero él no tenía a nadie.

Dicen que ese mismo hombre sueña flotar en las aguas negras del pozo de una lúgubre caverna. Sabe por qué está allí: tiene que buscar en el fondo de las sombras la razón de su vida. Le esperan seres monstruosos que él no ha visto nunca, pero sabe que le cortarán el paso. Se sumerge y lo intenta, pero cuando escucha el clamor de su sangre vuelve a ascender con apremio, esperando el momento exacto para volver a intentarlo. Y aguarda a la deriva de las ondas, feliz al creer que pronto saldrá de allí. Lo llamaban loco. Pero él tenía miedo.

Un día lo vi por una calle cualquiera. Me sonrió y me susurró con el viento "Tú no eres quien busco". "¿A quién buscas?" pregunté con curiosidad. "A aquel rostro que nunca ha aparecido en mis sueños, esa sonrisa tan especial que ni siquiera mi mente puede concebir".

Lo llamé loco. Pero él me respondió mientras se alejaba. "No quiero seguir sólo".

viernes, 9 de marzo de 2012

Quizás me olvidé de llorar

La vida es demasiado corta como para desperdiciarla haciendo algo útil. A veces me pregunto por qué nacimos tan privilegiados de nacer con criterio propio y, sin embargo, preferimos que nos manejen y que nos acerquen el cucharón a la boca. ¿Quién nos ha hecho tan confiados como para creer que alguien velará por nosotros? Cómo es posible que en éste mundo la probabilidad de sentirte sólo es directamente proporcional a la cantidad de gente que te rodee. Por qué tenemos un amor en cada libro, cada canción y cada lugar aún por descubrir, y elegimos el amor que nos espera en el fondo de una copa de vino picado, en la presión de una jeringuilla cargada de heroína o en la desfigurada forma de los píxeles de la televisión.

Todos estos pensamientos, aunque aparentemente inconexos, todos pertenecen a ese mundo de mi cabeza en el que hay un cartel en la valla que reza: "No pasar, peligro de muerte". Durante todo éste tiempo creí que los había desterrado de mi reino, pero lo cierto es que me estaban conquistando con desesperante astucia. La felicidad, que era la representante de mi pueblo aclamaba que su rey hiciese algo, pero en vez de ello, el monarca prefirió sentarse en su trono y aguardar. Ahora no hay nadie. Quizás me olvidé de llorar.

Antaño hubo alguien que me dijo que llorar era una silenciosa purificación del alma, que la naturaleza es sabia y no nos creó sin un sistema para deshacernos del veneno que nosotros mismos habíamos creado. Y que, cuando notase que mis dedos temblaban a descompás del viento, cuando mis ojos amaneciesen oscuros y perdidos, o cuando estuviese demasiado cansado para respirar, quizás lo más sabio era llorar. Abaratar cada palmo de tierra para regarlo con las esperanzas de alguien que desease un mundo mejor.

La vida es demasiado corta como para desperdiciarla haciendo algo útil.

Pulgas tras el velo, Segundo acto

"Abro los ojos cuando cae la noche. Creo haber soñado que me ahogaba, pero la realidad era aún peor: la actuación comenzaba. Me liberan de los grilletes y me levantan tras patearme bajo la manta, me dan mi sombrero, mi espada, y mi querida máscara de porcelana. Hoy no quiero salir, creo que no me encuentro bien o quizás no quiero estar aquí, hasta que una sombra me dice "Ven" y toma mi mano con suavidad, como si fuese una calamidad.

Allí están todo ellos, no aplauden mi presencia, me desprecia la audiencia. El acto continúa con mis tristes palabras, aprendidas a lo largo de los años entre cuadros, libros y baladas, sabiendo que agradan a las ratas que no ven más allá de su nariz, que al igual que yo, olvidaron lo que es vivir. Paseo la mirada por la expectante grada que sólo observa mi reflejo, y entonces distingo dos luceros a lo lejos. No son luces, tampoco velas, son dos ojos que me observan, y entonces me detengo desbocado por la sorpresa de que alguien se haya fijado en mi rostro, que haya roto la cáscara y contemple lo que hay bajo la máscara. Observo mis manos, hasta hace un instante oscuras y sin talante alguno, ahora otra tonalidad es la que cobran, y las escondo de las sombras. Pero no he sido lo suficientemente rápido y me apartan con apremio, coartan mis pensamientos con sus gritos y me lanzan al pozo con los grillos. Mis manos vuelven a ser negras, y pienso que me gustaría rozar la Luna, al menos con una de ellas.

Los insectos cantan mi soledad mientras medito, y me quedo dormido perdiendo el hilo de mi esperanza. Quizás ésta noche sueñe con esos ojos. Quizás mañana amanezca y la realidad sea mejor que mi sueños. Eso es lo que deseo... solo eso"

Basado en la analogía de los relatos de Damián Astarte.