miércoles, 29 de junio de 2011

Carta a un banquero

Estimado señor banquero:

Aún recuerdo cómo el Sol se quedaba oscurecido al lado de su sonrisa. Había peleado tanto por aquel día, por aquel momento, que las lágrimas recorrieron mis mejillas, sin querer perderse la estampa más preciosa que mis ojos habían visto. Ella era mi mujer, yo era su hombre. Un susurro quedó ensordecido por los aplausos de nuestra familia y amigos. "Por fin".

Había estudiado informática durante cuatro largos años, rebajando mi dignidad al precio más ínfimo para que una empresa pudiese contratarme y comprobar que era una persona trabajadora, que no me importaba sufrir una humillación, que haría oídos sordos a comentarios fuera de lugar, siempre y cuando me ofreciera un trabajo. Tras el día de mi boda, acudí al banco, a su banco, para pedir la hipoteca de lo que sería mi nuevo hogar. Los empleados de su sucursal me recibieron con una amplia sonrisa y un bolígrafo bien impegando de tinta, pero aquella visita fue meramente informativa. Con mi contrato y con la aval de los padres de mi mujer, me ofrecían una hipoteca de ciento treinta mil euros, treinta y cinco mil más de los que necesitaba para pagar la vivienda. En un principio desconfié, pero mis amigos y conocidos me dieron la idea de invertirlos en comprar un coche nuevo y muebles, y además, la vivienda nunca bajaba.

La siguiente vez que pisé esa sucursal de nuevo lo hice oficial, y a los pocos días más nos mudamos allí. Nuestra vida transcurrió de manera pacífica, mi sueldo cubría todos nuestros gastos e incluso podíamos permitirnos salir a cenar de vez en cuando. Hasta que un día vino ella: mi hija, su rostro era angelical y nos trajo aún más amor a nuestra casa, pero nació con un problema de corazón, y el seguro de mi trabajo no podía cubrir su tratamiento. No pasaba nada, podía estirar mi sueldo y hacer frente a ese gasto prescindiendo de algunas cosas.

Recuerdo que, de camino al trabajo, solía ver a algunas personas que vivían en la calle y pedían alguna monedas a los transeúntes, en especial Manuel, un hombre bastante conocido en aquel barrio. Yo siempre alzaba los hombros y apartaba la mirada, evitando siquiera que se acercara a mi, evadiendo cualquier resquicio de conciencia y haciéndole ver que yo estaba por encima de él. Nunca me dijo una mala palabra, simplemente me observaba pasar en silencio.

Los años transcurrieron, el trabajo aumentaba pero el sólo recuerdo de mi hija avivaba mis energías. Hasta que un día, sin previo aviso, oí entre mis compañeros un comentario acerca de que se reduciría la plantilla de trabajadores, pero aún continué tranquilo, consideré que mi dedicación sería una razón suficiente para que ni siquiera se planteasen la opción de despedirme. Pero no fue así.

Los primeros meses que recurrí al paro todo prosiguió con normalidad, pero pronto me empecé a dar cuenta de los problemas que se venían encima: los intereses de la hipoteca aún engordaban mis pagos mensuales, y el tratamiento de mi hija era innegociable, pero el presupuesto había descendido considerablemente. Comencé pidiendo dinero a mis padres para sobrellevarlo, pero un matrimonio de jubilados no podrían sostener un gasto así. La crisis impidió que encontrase trabajo por más que lo buscara, nadie quería a un informático con experiencia, lo que querían era a cualquier persona dispuesta a trabajar por un sueldo tan indigno que resultaba insultante, con dudosos contratos de nombres aún más dudosos.

Entonces, mi paro expiró, y ningún dinero entraba por las puertas de nuestro hogar. La desesperación hizo que, una vez más, volviese a aquella sucursal donde antaño había pedido dinero, esta vez para tratar de conseguirlo. La vivienda había bajado, y aunque la hubiese vendido aún debería dinero a sus arcas, así que quise recurrir a la dación en pago. Sus empleados volvieron a sonreír, pero esta vez sonreían de una manera que no hicieron falta las palabras. Si se quedaban con mi casa, la deuda aún proseguiría.

Recuerdo que llamé a mi madre entre lágrimas meses más tarde, cuando llegó una carta anunciando el inminente desahucio. Le pedí con todo mi corazón que acogiesen a mi mujer y a mi hija en su casa hasta que diese con la solución, y su decisión hace que hoy aún esté en deuda con ella. La noche antes de El Día no pude dormir, y aún a pesar del calor, el sudor frío hacía que temblase bajo las mantas de mi cama que, por primera vez, noté vacía.

Y cuando el primer rayo de Sol entró entre las persianas, escuché un alboroto descomunal en la calle. Mi preocupación hizo que no le diese importancia, pero cuando escuché a pleno pulmón cantar consignas, mi curiosidad despertó, así que me levanté y me asomé por la ventana. Créame, señor banquero, cuando le digo que nunca en mi vida vi nada igual: cientos de personas se reunían en mi portal, y cuando hice acto de presencia para ellos, aún movido por la curiosidad y sin saber qué ocurría realmente, comenzaron a aplaudirme, y uno de ellos, Manuel, alzó una pancarta hecha de cartón que decía "Mañana duermes en tu casa".

Señor banquero, le escribo desde mi casa, minutos antes de salir a la calle a impedir que haya un nuevo desahucio. Puede que haya pensado que esta carta tenía como meta insultarle por haber comido esta tarde tan tranquilo sabiendo que había dejado a una familia en la calle. Nada más lejos de la realidad: quiero darle las gracias. Gracias por haber hecho que me diese cuenta de la gran persona que podía haber sido y nunca fui, y gracias por hacer que ahora lo esté intentando. ¿Se necesita una razón para ayudar a alguien? Sí, simplemente existir.

Con todo mi cariño:

Alejandro López.

Dedicado a los desahuciados, y a los que no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario