jueves, 17 de mayo de 2012

Muchos brazos.

Por ganas, ni siquiera tengo ganas de morir. Te levantas, (¿con qué pie?), miras el teléfono (¿para qué?), miras tu correo electrónico (¿quién es éste y qué marca de viagra me quiere vender?), caminas por la calle (¿se me olvida ir a algún sitio?), hablas (¿se me ha olvidado decirte algo?), cae la noche (¿por qué pasa todo tan rápido?) e intentas dormir (¿mañana será igual?) 


Me encuentro en una espiral de sucesos que ya he vivido en algún momento, y conforme se desarrolla y todo apunta a que terminará exactamente como pienso, tengo la sensación de que me derrito. Caigo en que tengo que cambiar. Debería de empezar a meter entre mis frases más comunes algunas como "Me da igual", "Búscate la vida" o "No puedo ayudarte", y dejar de ladrar al son de "Para lo que necesites", "Cuando quieras" o "Gracias". Y aunque me sea imposible, al final nadie lo valora y poco a poco me empiezo a sentir como un cuelgabrigos cargando con el peso de esos bolsillos llenos de problemas. ¿Alguna vez te has fijado en un cuelgabrigos? Yo sí, recuerdo en mi pueblo tener uno de madera barnizada, al que cuando era pequeño lo solía mirar como si fuese una persona que lidiase con el peso del mundo. "Tira esa basura al suelo y aprovecha todos los brazos que tienes", solía pensar.


Ahora ese jodido cuelgabrigos tiene que estar riéndose de mí. Y le dejo. A estas alturas debe de ser el último que faltaba por hacerlo.

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