jueves, 28 de julio de 2011

Yo lo maté.

La contaminación que convertía el aire en algo difícil de respirar y el ruido que apenas dejaba pensar hacían de Madrid una ciudad desquiciante. Únicamente la muerte conseguía que pudiese pensar con claridad, el olor de la soledad, y el ligero tacto de la fría piedra de las lápidas al pasar tan cerca de ellas que conseguían acariciarme, como si deseasen que mi cuerpo fuera el siguiente en reposar bajo camposanto. Desde pequeño deseé que, el día que muriera, me incinerasen y lanzaran ese polvo de mi cuerpo al mar. Con ocho años despertaba eventualmente con la imagen grabada en la retina de mi cuerpo engullido por pequeños gusanos que, sin saber de dónde, sacaban unos colmillos de aspecto temible y devoraban cada trozo de mi piel con una lentitud tan exasperante que deseaba golpear mi cabeza contra el suelo para destrozar mi cráneo y acabar con aquella agonía. Más nunca lo conseguía.

No solía cruzarme con nadie en aquel lugar, pero esa fue la primera peculiaridad del día: era una mujer que, si bien su mirada reflejaba la cercanía a la cuarentena, su hermoso rostro podía pasar por el de una chica que rondase los veinticinco años. Su indumentaria de luto constaba de un vestido tan negro como el azabache, acompañado de unos guantes que no dejaban ver ni ápice de su pálida piel, y una fina cadena dorada que reflejaba los escasos rayos del Sol de Otoño. Pasó a mi lado con la cabeza gacha, dejando tras de sí un perfume que para un ciego hubiese inspirado elegancia, sutil pero sofisticado, como una aceituna en una ensalada común.

Tan pronto como se extinguió, otro nuevo aroma llamó mi atención, haciéndome sentir un perro policía tras un rastro de heroína: era una mezcla del olor de la tierra removida y húmeda, la humanidad y, por supuesto, la muerte. Era irónico que en ese lugar rara vez oliese así. Mis pasos me detuvieron en frente de una lápida del mármol más limpio que había contemplado en mi vida, donde decía así: "Juan Manuel Pérez Arguella, nunca te olvidaremos, D.E.P.". Rapidamente atiné a recordar por qué aquel nombre me sonaba de algo; el día anterior había oído en el noticiario de la tarde que Pérez Arguella había sido asesinado en un atentado, en el que se habían conseguido detener a los presuntos culpables. Pensé que seguramente nunca se volvería a escuchar el nombre de aquel que, en ese momento, reposaba desfigurado en un frío ataúd.

Pero lo cierto es que yo lo había matado. Y no había sido el único. Su mujer también lo mató, y toda su familia. Sus amigos habían sido cómplices, y posiblemente su jefe había dirigido toda la compleja misión. Su hijo fue testigo, y su perro era demasiado estúpido como para haber participado. Nos resultó tremendamente fácil: fue tan simple como haber dejado que alguien con una idea que, independientemente de si era equivocada o no, deseaba imponerla por encima de todas las demás, activara un mecanismo que hizo estallar una bomba justo cuando él pasaba al lado del banco como cada día desde hacía varios años. Ni siquiera hubo que pedírselo, aquel tipo nos leyó el pensamiento y entendió que todos le odiábamos, que nadie en la faz de este mundo sentía siquiera indiferencia por él, sino un odio tan apoderado que tenía como única salida, como único remedio, hacer que Pérez Arguella desapareciese.

Ningún policía nos preguntó. Ningún juez nos condenó. Así funcionaba la justicia.

Volví a casa con paso lento, pensando que en aquella tumba había dejado un pequeño trozo de mi alma.

Dedicado a las víctimas de Noruega.

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